La percepción psicológica de la ciudad

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Por Igancio Grávalos y Patrizia Di Monte

En el año 2007, y por primera vez en la historia, la población urbana mundial era ya más numerosa que la población rural[1]. Según las previsiones del Departamento de Asuntos Económicos y Sociales de Naciones Unidas, en el año 2050 el 75% de la población vivirá en las ciudades.

Bien distinta era la situación a finales de siglo XIX, cuando tan sólo el 10% de la población era  urbana. En ese momento, la incipiente ciudad industrial ya era un hecho. Una nueva sociedad urbana se iba adaptando a un nuevo escenario y empezaba a sufrir una transformación en sus principales estructuras. Uno de los temas principalmente abordados por los sociólogos urbanos en los años treinta del siglo XX, es el de la pérdida de las relaciones primarias (del cara a cara) frente a la inmensa red de contactos (lazos secundarios) que impulsaba la realidad metropolitana. Se produce en esos años una metamorfosis, para ciertos teóricos bañada de nostalgia, de los modos de relación de las sociedades agrícolas. ¿Cómo reacciona el hombre con el desvanecimiento de este tipo de relación íntima y cerrada frente a la explosión de interacciones múltiples y diversas que ahora le ofrecía la gran ciudad? ¿En qué medida determina la ciudad el comportamiento de los individuos y la vida social?

La multitud de los impactos sensoriales de la metrópoli exigían al ciudadano una sobre-tensión, una implicación imposible que no le era dado soportar y que Simmel[2], a principios de siglo XX,  denominó como el “acrecentamiento de la vida nerviosa”. Sucedía algo similar con la proliferación de las numerosas relaciones interpersonales de la vida urbana que tendían a saturar la capacidad emotiva del individuo. Éste, se veía obligado a seleccionar facetas concretas en las que relacionarse con el resto de individuos; cada ciudadano era un ser poliédrico que mostraba alguna de sus caras a la vez que ocultaba otras. En cierto modo, el individuo se veía abocado a jerarquizar, a centrar sus implicaciones en esos aspectos que consideraba prioritarios. Y estableciendo, a modo de defensa, una serie de automatismos que le liberaban de la fatiga de ciertas elecciones afectivas.

Se produjo por un lado la pérdida del núcleo familiar, mientras que, por otro, se insertaba al ciudadano en un gran grupo. Sus decisiones, cada vez más, eran influenciadas por una especie de consenso social, donde perdía fuerza la elección individual en favor de una cierta conformidad[3] respecto a la conducta establecida por la masa social. Paralelamente, el ser urbano iba camuflando su manera de sentir para pasar a representar un papel en la escena urbana. Y el conjunto de todas esas representaciones es lo que constituía su personalidad. En palabras de E. Goffman[4], “la vida es una representación teatral”.

Diversos sociólogos de la Escuela de Chicago analizaron la relación entre la ciudad y la sociedad, en un momento en que ambas estaban en continua transformación. Robert Park[5], uno de los miembros fundadores, planteaba la ciudad como un laboratorio, un “estado de la mente”, como un campo de estudio del comportamiento y de la psicología humana, una plataforma en la que se desarrollaba una nueva forma de vivir.

Cuestiones como el distanciamiento afectivo, la pérdida de núcleos familiares, la disolución de grupos religiosos y la alteración de las clases sociales, iban sustituyendo los lazos que antes unían a las personas con el territorio por otros más difusos y deslocalizados. Esta situación provocó una reconfiguración de los sentimientos de identidad y, de igual modo, una transposición de lo que Halbwachs[6] denominó la “memoria colectiva”. Esta memoria, tal y como explica el autor, es una producción que precisa marcos sociales (nunca estamos solos), y sólo se construye en la medida que es capaz de establecer puntos de referencia con el resto de la sociedad. Sin embargo, esos puntos ya no eran los mismos. Aquellos recuerdos anclados en la tradición y en las costumbres de la sociedad agrícola eran los que aseguraban un vínculo íntimo y necesario con el territorio que, a su vez, era su propio sustento. Con la nueva realidad urbana, se inicia un desplazamiento, una reubicación de los referentes concretos que la ciudad tiende a dispersar impidiendo la reconstrucción de los recuerdos, de las representaciones psíquicas.

Pero no sólo es una cuestión emocional, también se inicia un recorrido constante hacia la desaparición del “lugar”, cada vez más imprevisible, o mejor, cada vez más determinado por lo indeterminado. Las cuestiones relativas a la pérdida del lugar antropológico, alteran la capacidad simbólica de los individuos de reconocerse en el territorio. Existía en esos años una tendencia hacia el estudio del artefacto urbano, la mayoría de las veces considerado como nocivo, como un elemento que interfería con la vida social.

Louis Wirth[7], otro miembro de la mencionada Escuela de Chicago, afirmaba que el comportamiento del ciudadano está determinado por las estructuras sociales y los factores ambientales. Es el escenario el que define la conducta de la sociedad. La aparición de la gran ciudad conlleva la eclosión de un nuevo comportamiento emocional, condicionado por la ciudad misma, que presenta un amplio abanico de posibilidades: desde encontrar una identificación concreta para cada obsesión particular, el transitar entre desconocidos o la capacidad de disolverse en el anonimato. En todo ello, la ciudad ofrece un elemento indispensable en la vida urbana: la aparición de lo inesperado, de la sorpresa y por lo que L. Lofland[8] denomina, “la presencia de un extraño”.

Ya en la década los sesenta, Lynch[9] realizó estudios sobre la ciudad intentando sistematizar aquellas imágenes ambientales que transmiten al individuo una seguridad afectiva. Los articula en torno a lecturas sobre la senda, el mojón, el borde, el nodo y el barrio. Sin embargo, a pesar de requerir un medio urbano muy bien organizado, poético y simbólico, no pierde de vista el capital fundamental de la realidad urbana: los ciudadanos y sus flujos cotidianos que dan sentido al escenario metropolitano.

Existen, pues, una serie de dimensiones físicas o digitales que condicionan la conducta urbana. Y existe, de igual modo, un intento de humanizar  y reequilibrar ambas tendencias. Harvey lo denominaba “la urbanización de la conciencia”, Sassen hace referencia a la “urbanización de la tecnología”.

La atención de los estudios psicosociales sobre la ciudad se inicia a principios de los años setenta. Existe una atención especial a los cambios psicológicos de la sociedad urbana. Paralelamente, en esos mismos años, se experimenta un nuevo modo de regular las bases del planeamiento urbano, en el que la figura del planificador se vuelve más permeable a través de procesos de participación ciudadana, y pasa a ser un elemento de equilibrio, un facilitador entre los diversos agentes implicados.

Estos estudios derivan en una consideración especial sobre los espacios urbanos como escenario privilegiado para articular las relaciones sociales. Apoyándose en el estudio de varios autores (Proshansky y Fabian, Gehl), Corraliza[10] resume los  criterios de calidad de estos espacios en los siguientes puntos:

  • La necesidad de control del contacto y de la interacción social.
  • La necesidad de seguridad y responsabilidad en el mantenimiento.
  • La necesidad de actividades sociales variadas.
  • La necesidad de satisfacción estética.

Dichos criterios nos dan la clave sobre el éxito y el fracaso de los espacios públicos. Y no es casual que sea precisamente sobre estos argumentos sobre los que se articulan las cuestiones (y las fricciones) del ámbito público y privado. Atendiendo a estos criterios se podría elaborar un diagnóstico de por qué se ha llegado a lo que algunos autores han denominado la “privatización del espacio público” y,  del mismo modo, a la “masificación social de los espacios privados”. Cabría preguntarse, por tanto, qué ha fallado, de qué  nos hemos olvidado en la concepción de los espacios públicos.

Publicado originalmente en Ciudad Viva.

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Créditos fotográficos

Imagen 1. Chicago, 1909. (www.bifurcaciones.cl)

Imagen 2. “Future city”, Corbett (Popular Science, 1925). (www.worldidentitylab.net)

Imagen 3. Fotograma de Wonderland, de Michael Winterbottom.


[1] Según los indicadores de desarrollo del Banco Mundial, en 2013 la población urbana se establecía en el  53% del total.

[2] Simmel, Georg . El individuo y la libertad. Barcelona: Península. (1911)

[3] La tendencia a la conformidad fue estudiada por Solomon Asch en “Studies fo Independence and Conformity” (1956)

[4] Goffman, Erving. La presentación de la persona en la vida cotidiana, 1959

[5] Park, Robert E., La ciudad y la ecología urbana y otros ensayos, 1952

[6] Halbwachs, Maurice. La memoria colectiva, 1950

[7] Wirth, Louis. El urbanismo como modo de vida, 1938

[8] Lofland, John. Analyzing social settings, 1976

[9] Lynch, Kevin. La imagen de la ciudad, 1960

[10] Corraliza, José Antonio. Ciudad, arquitectura y calidad de vida: notas para una discusión. En R. de Castro(comp.), Psicología ambiental: intervención y evaluación del entorno, 1991.

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